martes, 8 de diciembre de 2009

La Malayerba en la FIL

"Hasta leer Malayerba me doy cuenta lo cerca que está de nosotros el narco. El vecino, el primo de un amigo, el que cuida los coches, el que compra piratería. Aquellos venden, otros consumen, otros lavan dinero, venden películas. La mordida al de tránsito, el examen copiado, el robo en el supermercado –que es como quitarle un pelo a un gato–. Mientras otros cuidan, ellas bailan, ganan concursos de belleza, se financian campañas a la presidencia.
Las crónicas de Javier Valdez Cárdenas publicadas cada semana en Riodoce son una suerte de lotería, El reloj, La doncella, El perfume, El padrino, donde no se apuestan frijolitos y maíces, se juega la vida. ¿A qué edad se aprende a matar?, pregunto. A Francisco un personaje de sus crónicas, le dicen Francinco, no porque ya deba cinco vidas, sino porque apenas tiene cinco años de edad y ya sabe dónde venden cuernos de chivo y R15. “Si, cerca de la casa de mi mamá. Como a dos cuadras, en la esquina”.
Escrito con la misma llaneza con la que habla, con la cercanía que lo hace a uno cómplice y la ligereza del peso muerto, las crónicas de Malayerba retratan las ciudades en las que vivimos. Culiacán, Guadalajara, Tijuana, Ciudad Juárez, Monterrey, el Cancún de Villanueva, la Puebla de Marín y toda la familia de Michoacán. En cada esquina el monstruo nos sopla a la cara. Todos de alguna manera somos culpables. Ay no mames, no exageres, me dice un amigo mientras le da otra calada a su churro de mota. Todos, de alguna manera, podemos ser personajes de Javier. O el que esté libre de culpa, que arroje la primera bala".
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Rodolfo Naró, poeta y narrador mexicano, su libro reciente es El orden infinito, finalista del Premio Planeta de Novela 2006. (fragmento del blog La columna hueca)




martes, 27 de octubre de 2009

Lino y su Cuarentaicincona

Pedro era un vago y los vagos se juntan. Y Pedro veía a Lino como un Dios y lo veneraba. Raite para acá. Raite para allá. Lo observaba detenidamente cuando platicaban de las morras, la cerveza, los pases de coca. Se le caía la baba mientras lo tenía enfrente.

Él con su cuarentaicincona. Nooombre, el bato trae una caurentaicincona escondida. Platicaba de Lino. El de la casita chiquita allá en Pueblo Viejo o El ranchito de los Castro. Como quieran llamarle.

Y Lino vivía ahí. Ermitaño y desgarbado. Entre las milpas de don Chuy y don Régulo. Escondido y solitario. Discreto, poco hablaba. Pero siempre saludador.

Nadie sabía quién era. Solo le decían Manuel. A secas. Pero lo recordaban con cierto cariño y gratitud. Sobre todo después de aquella fiesta a la que invitó a todos los del lugar. Todos se quedaron como estatuas cuando se enteraron de los números del festejo: mil cartones de cerveza, para empezar, en un pueblo apenas habitado por treinta familias.

Y coca, pero a la sorda. La banda a todo lo que daba. Frijoles puercos, tamales de elote, barbacoa y muchas cocacolas para las doñas del lugar.

Lino observaba todo. Su cuarentaicincona marca colt debajo de la camisa desfajada. Sin rasurarse a pesar de la abundante barba. Con esa chava que él llamaba su morra y que recién se había “robado” de Guamúchil. Ese pantalón de mezclilla deslavada, viejo y guango como su figura gacha al caminar.

Y Pedro lo miraba de cerca y de lejos. No le perdía la vista. No le cabía la silueta del Lino en la mirada. Lo traía entre ceja y ceja. Era su ídolo. Él y su cuarentaicincona.

No dudaba en llevarlo al centro de Guasave. Voy a cortarme el pelo, le decía y pedía raite. Pero nunca se subió a la cabina de la camioneta. Siempre atrás, en la caja. El, siempre, viendo hacia el camino que iba dejando a su paso la camioneta. De espaldas al conductor. De frente a los carros que por casualidad los seguían.

Para recogerlo siempre había cambio de planes: quedaban en una esquina, afuera de aquel comercio. Pero cuando Pedro llegaba, lo interceptaba invariablemente un menor desconocido. Que lo espera allá, a la vuelta. Que siempre no, que fuera por él a tal lugar.

Por eso lo extrañaron cuando de repente desapareció de su casita de material que tenía ahí en su terrenito, en medio de las dos milpas. Sabían que se perdía dos meses y aparecía de repente. Que más tardaba en regresar que en volver a irse. Que no se daban cuenta de nada. Que el lugar estaba solo a veces, habitado otras. Pero no esperaban que regresara tan pronto. Ni que lo hiciera en esa forma: con su foto en los periódicos.

Ahí lo vieron en las portadas y en la policiaca. Se espantaron cuando leyeron: secuestrador, homicida, asaltante, gatillero de los Arellano, copartícipe en una masacre de El Sauz, donde murieron muchas personas, entre ellos algunos niños.

Así apareció. Desgarbado, con esa mirada fija, serena e imponente. Pero esta vez rodeado de policías y apabullado por los flaches de reporteros, tal como se vio en los noticieros.

Y cuando trajeron su cuerpo. Se colgó, dice la versión oficial publicada por los periódicos. Golpes en la nuca. Moretones. Lo mataron, rezaban.

Estaba inmóvil ahí, frente a su madre, en las exequias. Estaba inmóvil también Pedro, que no le retiraba la mirada. Su madre lloraba y ofrecía venganza. Pedro solo lo miraba y repetía, se preguntaba, bajito: y su cuarentaicincona.